La trampa de la buena educación: cuando el lenguaje amable encubre el poder

 Vivimos en una sociedad donde el “buen trato” y el “diálogo respetuoso” son altamente valorados. Se nos enseña desde pequeños que hablar con educación, sin groserías, en tono bajo y con cortesía, es signo de civilidad, de cultura y de madurez. Y en muchos contextos esto puede ser cierto. Pero también es cierto que, en nombre de la buena educación, muchas veces se ha silenciado el conflicto, se ha desactivado la crítica y se ha invalidado la rabia legítima. En otras palabras, el lenguaje educado no siempre es neutral: también puede ser una forma de ejercer poder sin que parezca poder.

 


Lo hemos visto muchas veces: alguien comienza a señalar una injusticia, alza la voz, nombra su enojo, y rápidamente aparece la corrección: “tranquilo, estamos hablando”, “no hay necesidad de molestarse”, “con respeto todo se puede decir”. ¿Qué hay detrás de esas frases? A veces, una intención genuina de cuidar el espacio común. Pero muchas otras veces, lo que se busca es controlar la emocionalidad del otro, poner límites al modo en que puede expresar su inconformidad, restablecer un orden donde la incomodidad no tenga lugar.

 

Este tipo de corrección funciona como una forma de dominación simbólica: no se impone desde el grito o la amenaza, sino desde la aparente cortesía. Pero lo que se está diciendo, en el fondo, es: “tu dolor es válido solo si lo expresas de forma amable”, “tu reclamo es legítimo solo si no me incomoda”, “tu presencia será escuchada solo si se ajusta a mi forma de hablar, de sentir, de pensar”. Así, se reproduce una lógica jerárquica: quien define el tono legítimo del diálogo está en una posición de poder.

 

Esta trampa del lenguaje amable se vuelve más peligrosa cuando se naturaliza. Quien alza la voz es visto como irracional, exagerado, incluso violento. Y quien habla con calma, aunque esté oprimiendo, negando o manipulando, es visto como equilibrado, sabio, razonable. Es una forma de mantener el statu quo, de proteger los privilegios, de no abrirse realmente a la crítica ni a la transformación. Es una forma de pacificar el conflicto sin resolverlo.

 

Esto no significa que debamos abandonar el diálogo ni promover el maltrato. Pero sí significa que debemos cuestionar cuándo el “buen tono” se vuelve un requisito para ser escuchado, y no una disposición genuina para comprender al otro. Porque hay dolores que no caben en un discurso educado. Hay rabias que son necesarias. Hay palabras que tienen que sacudir. Y si no estamos dispuestos a escuchar incluso lo que incomoda, entonces no estamos dialogando: estamos domesticando.

 

Fanon lo dijo con claridad en otro contexto: cuando se ha vivido bajo opresión, la rabia no es un capricho, es una forma de volver al mundo, de decir “yo también estoy aquí”. Y quien no escucha esa rabia, o solo la tolera si viene suavizada, sigue ejerciendo una forma sutil pero poderosa de control.

 

En tiempos donde se habla tanto de diálogo, empatía y comunicación no violenta, conviene preguntarnos: ¿cuándo esas herramientas se convierten en recursos genuinos de encuentro, y cuándo son escudos del poder para seguir decidiendo quién puede hablar, cómo, y hasta dónde?

 

 

إرسال تعليق

Post a Comment (0)

أحدث أقدم